Hubo una vez una gran sequía. Un cuervo sediento vio, de pronto, una jarra, pero su pico no alcanzaba el agua.
—¡No puede ser! Moriré de sed si no encuentro la forma de beber.
El cuervo metió aún más el pico y zarandeó la jarra, pero nada… Entonces metió la pata con la idea de mojarla y poder lamer alguna gota, pero su pata también era demasiado corta.
A punto estaba de tirar la toalla cuando tuvo una idea. Durante una hora estuvo el cuervo metiendo piedras en aquella jarra. Era un trabajo lento y pesado, pero al final obtuvo su recompensa. Gracias a las piedras, el agua subió hasta el borde de la jarra y el cuervo pudo saciar su sed.
En la vida de fe, uno de los mayores errores que cometemos, es desesperarse y pensar que la gracia actúa ajena a nosotros, que no nos tiene en cuenta y que los frutos de vivir en ella son inmediatos, totales y consumados. La realidad es que, como el cuervo de la historia, muchas veces poniendo más “Jesús” en nuestras vidas, todo el hombre viejo va saliendo poco a poco.
La clave es no despegarnos nunca del que nos santifica, sabiendo que, sin Él, nada podemos hacer. Si procuramos cada día echar de nosotros todo lo que impide a la gracia actuar, transformar y renovar el hombre viejo, por uno nuevo a imagen del Hijo de Dios, los cambios serán más lentos y más consolidados en el tiempo.
La constancia, la humildad para acoger el trabajo de la gracia, el esfuerzo y la paciencia en el cumplimiento de la voluntad de Dios, es el camino para que, “el agua, al que antes era difícil acceder”, brote en nosotros como un rio.
Jesús nos dijo: “Si bebes del agua que yo te daré, no volverás a tener sed jamás”.
¿Buscamos esa agua?