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Me despierta el mismo rumor de siempre: la ciudad que arranca el día sin preguntar. Hoy es 1 de noviembre. Todos los Santos. Respiro hondo… y me digo en voz baja: “Señor, llévame donde estén los tuyos”. No a lugares lejanos; a tus lugares: el Sagrario, la Parroquia, los rostros.

Camino temprano hacia el templo. La puerta aún está entreabierta y, al entrar, el silencio hace su trabajo: baja el volumen del mundo, sube el de la esperanza. Me siento. No vengo a entenderlo todo (sería imposible); vengo a dejar que el Misterio me entienda a mí. La santidad empieza así: en la Eucaristía, corazón que late para toda la Iglesia; de ahí brota todo lo demás… también nuestra misión sencilla de cada día. La vida parroquial que de verdad alimenta, nace del altar y vuelve a él, para hacerse testimonio cotidiano.

Hoy celebro a los santos “de al lado”: los que nos enseñaron a rezar el rosario sin prisa, a servir sin pasar factura, a reconciliar sin ruidos… Los santos que no caben en estampas pero caben en una mesa compartida. Me conmueve pensar que la santidad no es uniforme; es coral. Por eso la parroquia —con su mezcla de edades, historias, heridas y promesas— es una escuela inacabable de comunión. (No es perfecta; es familia).

En la capilla lateral, María Presentada. Me acerco despacio. No es casual que nuestro camino lleve su nombre: en Ella aprendemos la humildad que se entrega y no se guarda nada, la donación sin cláusulas, la infancia espiritual que no es ingenuidad, sino sabiduría de Dios. Pienso —y me sostiene— que su Presentación fue ese “sí” radical que abrió espacio a las obras de Dios. Santidad, al fin, es dejarse hacer por Él. (Difícil… pero posible).

En la sacristía, antes de la Misa, repaso nombres. Tantos. Los reconocería por la manera de arrodillarse, por el modo de decir “gracias”, por cómo acariciaban las cosas de Dios. Santos con delantal. Santos con ojeras. Santos que jamás escribieron un libro; pero escribieron su “aquí estoy” en la historia de alguien. Y, sí, también pienso en las grandes luminarias que nos empujan; pero mi corazón hoy se queda con las pequeñas luces que no se apagan cuando el viento sopla fuerte.

Durante la homilía, miro a Jesús y vuelvo a lo esencial: la santidad sucede en lo concreto. No en un ideal pulcro; en lo que toca cada jornada: una puerta que abro, una visita que no pospongo, una escucha que regalo; un “perdón” que me cuesta. La Eucaristía me enseña el método: partir, darse, permanecer. Del altar salgo con el encargo de siempre: ser parroquia que adora, sirve y acompaña; no perfecta, pero disponible. (Y con alegría… que eso evangeliza).

Por la tarde vuelvo a la capilla. Necesito otro rato. Enciendo una vela y la pongo por los santos anónimos de este lugar. Pido —sin grandilocuencias— vivir el hoy con hondura. ¿Santidad? Que no me asuste la palabra. Que me atraiga. Que me cambie el paso. Nuestro fundador soñó con una Iglesia encendida desde lo pequeño: altar, parroquia, casa; un estilo de vida que marianiza y eucaristiza el día… sin ruido, sin prisas, sin espectáculo. (Paso a paso; pero de verdad).

Al salir, se hace de noche. Las luces del barrio parecen más amables. Todos los Santos no es nostalgia; es vocación. Es promesa cumplida y promesa en camino. Y me sorprendo rezando en voz baja:

Señor Jesús, Pan partido, enséñame la santidad que cabe en mis manos.
María Presentada, vuelve sencillo mi corazón.
Espíritu Santo, haz de mi parroquia un hogar.

Mañana tocará lo mismo y será distinto. Santidad en borrador… y, aun así, real. Porque la gracia trabaja en presente. Porque el amor, cuando es de Dios, siempre está estrenándose.