Un Corazoncito latía en el pecho de la tierna Niña María de Nazareth. Un Corazoncito que amaba a Dios ardorosamente; por lo que era objeto de las complacencias de Jehová. El Corazón de la Niña María fue objeto y predilecto de Dios entre todos los humanos Corazones. Desde la eternidad la sapientísima y divina providencia tiene destinado el Corazón de María a un altísimo fin. De ese Corazón, o con ese Corazón, hará cosas grandes el Todopoderoso: De ese Corazón saldrá un Corazón divino. El Corazón de María proporcionará al Espíritu Divino una sangre del todo purísima para la encarnación del Verbo. El Corazón de María encerrará dentro de sí, como una concha la perla, al Corazón del futuro Redentor del mundo. Más antes de que todo esto suceda, la mano próvida del Señor deposita el tierno Corazoncito de María, el más santo de la tierra, en el lugar más santo de la tierra: en el magnífico y suntuoso Templo de Jerusalén. El Santo Templo va a ser el joyero que guarde la más rica joya: el Corazón de María.
El Corazón de la Niña María, aún siendo tan puro y santo, tan amante de Dios y de Dios tan amado, requiere una preparación, una resantificación, antes de formar dentro de sí el Corazón divino del Redentor. Necesita encenderse todavía más en el fuego del divino amor, toda vez que de él saldrá el Corazón del Hombre Dios, Horno ardiente de caridad. Años más tarde dirá Jesús: “Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón”. Para la Niña María su tesoro es el Templo, ansía encerrarse en él, y cuando lo logra se siente feliz. Dios busca sobre todo el corazón de los hombres. “Hijo mío, dice, dame tu corazón”. María, que lo sabe, va al Templo a consagrar su corazón y amarle intensamente. El Corazón de María no cesará un solo instante de latir con latidos de amor a Dios, de oración, de súplicas, de reparación.
Ya hay en el Templo un Corazón según el Corazón de Dios. Un Corazón muy cercano a Dios, a El consagrado, que le honra y le ama cual ningún otro. Un corazón que viene a suplir y repara por la frialdad de los Corazones israelitas. Dios había dicho a Israel: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. El Corazón de María vive unido a Dios. El Corazoncito de María llena el Santo Templo, y caldea el corazón de las otras doncellitas, y también el de los levitas y sacerdotes. María en el Templo, Casa del Dios Amor, ama al Señor por todos los hombres y por todos los ángeles. “El amor de Dios, escribe Suárez, en que se abrazaba el divino Corazón de María, desde el primer instante de su viada, era más vivo que el del más encumbrado serafín… En cada momento y con cada uno de sus actos de amor, la Virgen amó más a su Divina Majestad, de lo que la amaron los Santos todos en todo el curso de su vida”.
Ya puede María exclamar con el Salmista: “Preparado está mi corazón, Señor, preparado está mi corazón”. El Corazón de María, durante su permanencia en el Templo, se ha resantificado y reencendido en el fuego del divino amor. Ya puede Dios disponer del Corazón de María para su altísimo fin. María se ha ofrecido al Señor; tiene preparado y dispuesto su Corazón. El Corazón de María, dice Ricardo de San Lorenzo, “fue hallado digno, con preferencia a todas las criaturas, de recibir al Unigénito de Dios, cuando el Corazón del Padre rebosó el Verbo bueno, que, saliendo del seno del mismo Padre, se acogió al seno de la Madre Virgen.