Skip to main content

Jesucristo nuestro Señor instituyó el Adorable Sacramento de la Eucaristía, como todos los Sacramentos, en beneficio de los hombres. Pero en la Eucaristía, no depositó tan sólo gérmenes de virtud y santidad, sino que se encerró El mismo en persona. Instituyó la Eucaristía bajo la forma de pan y vino, para que fuese mantenimiento de la vida del alma. De suyo son sujetos de la Eucaristía todos los bautizados. Cualquier hombre o mujer bautizados tienen derecho a recibirla, con tal que se acerquen con las debidas disposiciones.

Sin embargo la Iglesia, ejercitando la potestad que le diera Jesucristo, requiere, en el que ha de recibir la Eucaristía, suficiente uso de razón y un cierto grado de dignidad. Con esto excluye a los niños que no tienen conocimiento y gusto del pan eucarístico, a los dementes y a los públicos pecadores. Es la Eucaristía uno de los cinco Sacramentos necesarios. Se dice necesaria la Eucaristía primeramente por su misma naturaleza; por servir de mantenimiento al alma y prestar eficaz ayuda contra las tentaciones. Difícilmente conservarán la vida de la gracia y difícilmente alcanzarán la vida eterna los cristianos que no se alimenten o dejen pasar mucho tiempo sin alimentarse de este sustancioso manjar. Y aún dado caso que la recepción de la Eucaristía no fuese necesaria por su propia naturaleza, lo sería por precepto divino, que impuso Jesucristo al decir. “Si no comiereis  la carne del Hijo del Hombre y no bebiereis  su sangre, no tendréis vida en vosotros”. (Juan 6,54).

Como es necesaria también por precepto eclesiástico, que viene  a determinar el divino. Ordena la Iglesia en su Código: “Todos los fieles de uno y otro sexo, en cuanto lleguen a la edad de la discreción, es decir, al uso de la razón, deben una vez al año, por lo menos en Pascua, recibir el Sacramento de la Eucaristía…” Los primeros cristianos comulgaban siempre que asistían al Sacrificio Eucarístico. Después disminuyó el fervor y la Iglesia impuso la obligación de comulgar, al menos, en las solemnidades de Pascua, Pentecostés y Navidad. Como la tibieza de los cristianos fuera en aumento, el Concilio de Letrán (1215) decretó que se comulgase por lo menos en Pascua, no pudiendo entrar en la Iglesia los que faltaren a este precepto, ni recibir sepultura eclesiástica después de su muerte. El Concilio de Trento  renovó el decreto de Letrán, y esta es la ley vigente de la Iglesia, según hemos visto. Quienes dejan de cumplir el precepto de la Comunión Pascual se privan de un grande bien, incurren en grave pecado, dan mal ejemplo y escándalo, consienten en la debilitación de su fe y en la muerte de su alma, son suicidas espirituales, desechan las mejores gracias de Dios, corren riesgo de que Dios les retire todas sus gracias y de condenarse.

En virtud de una costumbre universal, que tenía fuerza de ley, antes del Código había obligación de cumplir con el Precepto Pascual  en la propia Parroquia; y para comulgar en otra parte, era menester pedir permiso al Párroco o al Ordinario. Hoy la Iglesia no urge dicha obligación, más si exige que se aconseje a los fieles que comulguen  por Pascua en sus respectivas Parroquias, es decir, en su Iglesia parroquial. Es consejo nada más, es un deseo de la Iglesia. Pero los buenos cristianos reciben los consejos y deseos de su Madre la Iglesia como si fuesen verdaderos mandamientos. Y por si algunos no hiciesen caso de su maternal deseo y consejo, añade que los que comulguen en Parroquia ajena procuren avisar a su propio Párroco de haber cumplido con el precepto.