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El redentor de la humanidad, llegada la plenitud de los tiempos, en que tuvieron cumplimiento los vaticinios sagrados, nace en la humilde ciudad de Belén. Más no en medio de la ciudad, entre sus moradores; no en una de sus casas; ni siquiera en posada o mesón. Nace en las afueras; tal vez en un caserón derruido, tal vez en una cueva, tal vez en un establo. El Redentor eligió para nacer una Casa, -inadecuada y prestada, pobrísima, inclemente- pero al fin una Casa. En ella inició su misión redentora de alumbrar con luz divina y celestial al mundo, rasgando las densas tinieblas de aquella noche decembrina, y las muy más densas y tétricas de la noche profunda en que se hallaban sumidas las almas.

El Redentor buscaba una Casa para nacer y para vivir. Pedía a los hombres la aparejasen una morada, pues su anhelo y sus delicias eran hacerse conciudadano y convecino suyo. ¡Había dejado las imponderables delicias de la gloria por la delicia de vivir con los míseros mortales! No exigía rica y suntuosa Casa. Conformábase con una modesta y decorosa. Más ni ésta le proporcionaron los hombres. “Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron” (Juan 1,11). Él, sin embargo, en su anhelo de vivir entre los hombres y hacerles partícipes de su Redención, improvisóse una Casa, retirada de la Ciudad  Betlemítica.

Muy de admirar en esto, pero aún lo es más que Jesús Redentor quiera seguir viviendo, -y en ella sienta placer-, con los hombres que le despreciaron; que quiera tener siempre una Casa donde fijar su morada, una Casa suya propia y al mismo tiempo común, a la cual llame y en la cual reciba a todos. Esta Casa del Redentor es el Santo Templo. Lugar santificado con su divina presencia.  En ella nace cuando se le dedica el Templo. En ella vive de continuo. En ella recibe a cuantos van a visitarle y escucha sus peticiones y derrama sus dones. A la casa de Jesús acuden todos, grandes y pequeños, ricos y pobres; como a la Casa de Belén acudieron los magnates y los humildes, los reyes y los pastores. Todos acuden a ofrecer y todos a recibir. Y no se contenta con tener una Casa en todo el mundo, como la de Belén; un solo templo como el de Jerusalén. En cada lugar tiene una Casa y en todas vive a la vez. Y tiene muchas Casas en un mismo lugar. Sin embargo de que todos los Templos son Casas del Señor, el Templo parroquial es su Casa Principal, después del Templo Catedral, que lleva la primicia. Todos los demás Templos se erigen a semejanza del Parroquial, como accesorios y auxiliares.

A los Templos, como a su propia Casa, viene el Señor. Más ¿no habrá que decir de algún Templo: Vino a lo suyo el Señor, vino a su Casa, y no le recibieron, o le recibieron cual corresponde? No se llegará al extremo de que haya Templos que se parezcan a un establo, más ¡ay! Cuán lejos están muchos de la decencia que reclama la Santa Casa de Dios… Unos y otros Templos exigen decoro y ornato, pero los que más Los Templos Parroquiales, por las razones antedichas. Y como el Templo es la Casa de todos, donde para todos, mora Jesús, a todos incumbe el deber de contribuir a su decoro; más aún, a su riqueza y esplendidez.

Padre Alejandro María.