Skip to main content

El joven Carlos era un mocetón de las montañas bretonas, lleno de vida, pero más lleno aún de piedad y de amor a Jesús Sacramentado, que bebió en su hogar, donde no se respiraba otra cosa. Por eso, desde que hizo la primera Comunión, que fue muy pronto, cifraba sus delicias en mantener el almacén el Pan de los Ángeles, y no había domingo ni día festivo en que no se acercase al altar. Cuando niño, muy niño todavía, su madre le sentaba en el regazo, y aunque eran muchas las oraciones que entonces caían de aquellos labios maternos sobre el alma del hijo, hubo una que, de tanto caer y caer, concluyó por imprimirse de un modo indeleble en su corazón tierno, y que del corazón subía de continuo a los labios. Era ésta: ¡Viva Jesús Sacramentado!

Cuando Carlos llegó a ser joven, la repetía con frecuencia. Pero aquella lengua tan acostumbrada a moverse en alabanzas a Jesús Sacramentado, no se sabe por qué viese de pronto atacada por un mal incurable. Era un cáncer dañino, que poco a poco fue consumiendo la vitalidad del joven, causándole inapetencia y fastidio, y que por fin le hundió entre las sábanas, pobres pero limpias, de un hospital. Allí le visitaba su madre, trayéndole junto con algunos regalitos, un bálsamo que mitigaba el dolor inmenso de su enfermedad, y era el repetir a menudo durante su visita, aquella ferviente jaculatoria de ¡Viva Jesús Sacramentado! Y en la enfermedad seguía, y vieron los médicos ciertos temores de complicación en todo el organismo, hasta que en consulta determinaron sacrificar la parte enferma por el bien del todo, resolviéndose a cortarle la lengua como único medio de salvarle la vida.

Cuando se le dio la noticia, el muchacho rompió a llorar con un desconsuelo tan grande, que sólo el bálsamo que le trajo su madre, mezcla de fe y resignación cristiana, pudo, cayendo gota a gota sobre su herido corazón calmar los dolores de su alma. Llego el día de la operación. La madre estaba allí, con una resignación bretona miraba arreglar los instrumentos del suplicio y alentaba a su hijo para que ofreciese al Señor tan rudo golpe. Carlos lo miraba todo y nada decía. Miraba a su madre y… ¡y sentía tanta pena de no poderla llamar en adelante por su nombre! Miraba el crucifijo que su madre le mostraba y … ¡sentía una opresión en el pecho pensando que en adelante sólo podría invocarle con los ojos y con el alma!

Por fin le tendieron en una mesa, y el médico se acercó. Carlos cerró los ojos el doctor le dijo con voz conmovida: -Mira, muchacho, cuando vuelvas de tu letargo, ya no tendrás lengua, ya no podrás hablar más en tu vida. ¿Tienes alguna persona, algún ser a quien ames mucho y quieras dedicarle las últimas palabras de tu lengua? Pronuncia su nombre. Sea el de tu madre, el de… Carlos volvió en sí, comprendió lo solemne de aquellos momentos, y recobrando todo el valor, todas las energías de su raza, se incorporó sobre la mesa, miró a su madre, luego al crucifijo, y exclamó: Sí, doctor, voy a pronunciar las palabras que siempre deseé que fueran las que cerrasen mis labios. Y dio un grito que resonó por la sala y vibró como un arpegio de querubines allá en las puertas del Sagrario de la vecina Iglesia: -¡¡VIVA JESÚS SACRAMENTADO!! Y volvió a caer sobre la mesa. Fueron las últimas palabras de aquella lengua…

Padre Alejandro María.